La mañana empezaba a nacer de la noche. El sol todavía
no se había levantado. Los pájaros aún en nido, las ardillas en su
madriguera y las abejas en su colmena.
Ellos entraron en silencio, como gato acechando a presa.
Portadores de maldad, sesgaron la vida de mis padres antes de lo que una hoja
cae del árbol al frió suelo de invierno. Almas consumidas por corazones negros
y cerebros vacíos, ataron a mi hermana y a mí como si cerdos en matanza
fuéramos. Sus ojos negros y oscuros se clavaban como pequeños alfileres en mi
piel, mientras unas bolsas de tela en la cabeza nos privaban de despedirnos por
última vez de los cuerpos tendidos en el suelo de mis padres, una vez llenos de
vida y sueños.
Los motores rugían, parecían sedientos de sangre.
Yo no entendía por qué se metían con nosotros, mis
padres eran humildes granjeros que al cantar de los pájaros salían a ordeñar
las vacas para tener algo que llevarnos al estómago, sin más posesiones que la
fortaleza de su juventud.
El coche paró, las voces se colaban entre las bolsas
de tela hasta mis oídos, no entendía su idioma. Nos sacaron del interior como
si con bestias lidiaran, nos quitaron las bolsas de tela y la luz fue penetrando
en nuestros ojos tímida y pausadamente.
A penas el sol asomaba por la colina cuando de pronto
un muro delante parecía desafiarme. Nos introdujeron al interior. El muro se
perdía entre los misterios del horizonte y mi hermana gritaba como cría
separada de madre. Jamás podría haber pensado que ese grito sería lo último que
escucharía de ella en este mundo.
Un hierro sacado del mismísimo infierno me marcó como burdo
criminal.
No les di el placer de verme llorar mientras sus frías
y duras manos golpeaban mi carne ilesa hasta ese momento. Entre golpes, llegué
a entender antes de que mi cuerpo se rindiera, dos únicas palabras ¡MALDITO
JUDÍO!
Desperté entre mares de desgraciados como yo, apilados
y sin comida pasábamos días, llenos de miedo y tristeza.
Tales eran las torturas que hasta nos empezábamos a
odiar a nosotros mismos por existir.
Se propusieron despojarnos de nuestra dignidad, y lo
consiguieron. Se propusieron despojarnos de nuestra identidad, y lo
consiguieron. Se propusieron despojarnos de nuestra libertad, y fracasaron
porque aunque mi cada vez más frágil cuerpo estaba a su merced, mi mente volaba
y soñaba con pájaros y caballos blancos galopando por las plateadas colinas
gracias al efecto lunar, y eso me mantenía aún con vida.
En mi barracón una vez a la semana salía gente con
doctores de mirada lúgubre y batas blancas, les llamábamos los liquidadores,
pues nunca regresaba nadie.
Una fría noche vinieron los doctores, pero esta vez
era distinto, venían acompañados por hombres pistola que movilizaron a todo el
barracón hacia unos cuartos blancos y con baldosas brillantes. Por un momento
sentí que mi liberación estaba cerca.
Dijeron que entráramos a las duchas que era hora de la
limpieza, eran duchas grandes, donde parecía que podían entrar ejércitos
enteros. Cerraron las puertas, salieron gases y mientras mi mirada se ennegrecía
y veía caer a mis compañeros de tormento a mi alrededor, justo antes de
acompañarles en la caída, sentí que mis sueños parecían revivir y que galopaba
con los caballos blancos por las praderas plateadas por la luz de la luna.
No quiero que sientan lástima por mí, pues estoy con
mis padres y hermana en el reino de los cielos juntos de nuevo.
Siento lástima por ellos, pues el mal que una vez
dieron ahora les está revirtiendo como boomerang lanzado.